Arropada por la flora que busca su lugar en el cambiante y abandonado terreno donde un día fue dueña y señora. Fue erguida una vez, y ahora yace en ruinas, la Ermita de la Candelaria en Toa Baja, Puerto Rico. Sus coloniales paredes de ladrillos color terracota expuestos, como una herida en carne viva, a los elementos. A su alrededor arboles revestidos de enredaderas de flores violeta, un terreno fangoso en el que yacen los remanentes de pasadas generaciones que vinieron a descansar por última vez en este sagrado lugar.
En un pasado, la Ermita, que fue bendecida en 1759 en la Hacienda El Plantaje, era el único lugar de adoración para los feligreses de la iglesia Católica. Hacendados, campesinos, negros libres y esclavos venían allí a escuchar la palabra de Dios. A ser bautizados, a unirse en matrimonio, a celebrar las fiestas.
El pasado 2 de febrero, día en que se celebra el Día de la Purificación de Nuestra Señora de la Candelaria, tuve la oportunidad de visitar el lugar por el cual pasé de largo muchas veces cuando era pequeña, por una carretera que ahora está cerrada al publico. Allí, gracias a los esfuerzos de la Familia Picón, se mantiene la tradición centenaria viva y se enciende, luego de la celebración de la palabra y varios actos protocolares, la tradicional hoguera hecha de los secos árboles de navidad que fueron utilizados por los residentes de mi pueblo en las pasadas navidades.
No conocía de la actividad y acompañada por mi mejor amiga/comadre, nos fuimos a un lugar de la infancia. La Ermita era hermosa toda en ruinas y al final de su atrio, donde una vez estuvo el altar y la sacristía, estaba una imagen grande de Nuestra Señora de la Candelaria en vivos colores. Parecía que estaba vigilante. Los presentes estaban sentados dentro en sillas blancas. Sin techo que los cobijara, luces colgaban para alumbrar el interior. Las paredes ya no sujetaban ni ventanas ni puertas, y de cuatro solo quedaban tres.
Mientras hablaban comencé a capturar en fotos con mi celular la hermosura del lugar. Me acerqué a una de las ventanas por donde se veía la imagen de la Virgen, click. La cúpula aún permanece fuerte, con rastros de humedad y un círculo en su centro. La entrada en ruinas con sus ladrillos expuestos parece darle tregua al tiempo, como diciendo de aquí no me moveré. El tronco de un árbol fusionado a las paredes de la Ermita, evidencia el abandono en un pasado.
Llegó el momento de encender la hoguera y varios de los presentes se acercan para entre las aromáticas ramas de los pinos echar sus peticiones. Una antorcha fue encendida, el Alcalde la acerca y las llamas lamen las ramas. El fuego arde, el calor intenso se siente a flor de piel como si las llamas desearan acariciarte. Me interno dentro de la Ermita para protegerme, miro arriba y la noche se iluminaba con fragmentos pequeños que flotaban por la brisa nocturna. Parecía como si la fogata, a pesar de nuestra retirada, deseaba alcanzarnos, tocarnos.
El acto culminó con la muerte de la fogata, los presentes gozaban de un caldo de pollo y nosotras nos retiramos dejando nuestras huellas en el húmedo terreno con la promesa de un regreso el próximo 2 de febrero.
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