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Las tres mujeres de mi vida

Las veo reunidas en casa de la matriarca, mi abuela, hablando tonterías del trabajo, de la política, del color de pelo que se dieron en la semana. Yo, escuchando desde la distancia reclinada cómodamente en el sofá, acompañada por mi tío que ve entretenidamente películas de vaqueros. Las cuales lo llevan a su niñez cuando jugaba con caballos de plástico y vaqueros estáticos.

Las recuerdo allí en el comedor conversando y riendo, a mis tres antepasados. Mi abuela con su tez de color chocolate y sus cabellos blancos con tonos grises. Curiosamente los cabellos que están en su nuca, acariciando su cuello, aún guardan el color negro de su juventud como si tuvieran algo que decir. Ella un mar de historias antiguas me enseñó mis primeras letras, cuidó mis primeros pasos.

A través de sus espejuelos se pueden ver sus ojos negros. Esos ojos negros, que aunque poco vieron por haber nacido frágiles, cuidaban cada uno de mis pasos. Esos mismos ojos que con cautela guiaron sus manos para que los pasteles, que con esmero hacía, no quedaran mal. Los mismos que cautivaron a mi abuelo, los que vieron crecer a tres hijos y a cuatro nietos. Esos ojos cautivaron también a un hombre desconocido para mí. Un hombre que nunca conocí y no conoceré.

Ese hombre, que tal vez tuvo ojos negros y tez clara como la de mi madrina, robó el corazón de mi abuela en sus primeros años de madurez. Cómo fue exactamente, no lo sé. No me he atrevido a preguntar algo tan delicado. La voz de mi madre cuenta que él fue el primer amor de abuela, pero un día desapareció. Quizás el día en que supo que la hija que tuvo con su amada, murió. Creo que hubo satisfacción en su corazón al saberlo, pues nunca volvió a tratar de abrir las puertas que abuela cerró. Si de verás hubiese estado cautivado por el amor hacia ella, se hubiera quedado para amar y para compartir tesoros escondidos.

Esa hija no murió realmente como lo pintaron. Ella vive y es una gran mujer. Mi madrina, la supuesta hija muerta, trató una vez de buscar a su padre junto con mi madre, su hermana menor, pero no lo halló y decidió no buscarlo jamás. Para ella había otro padre que la crió y la cuidó. La llenó del verdadero amor paternal y le dió su apellido. Ese padre fue el verdadero amor de abuela y para madrina el hombre que conoció como su verdadero padre.

Mis abuelos se conocieron en una fiesta a la que abuela había ido, pero no fue días después que caminando por la calle se encontraron de casualidad. Desde ese momento la historia de amor de mis abuelos comenzó. Vivieron juntos por muchos años sin haberse casado. Sus hijos crecieron corriendo entre las calles del viejo San Juan y jugando a esconder entre las murallas del castillo San José. En un apartamento pequeño, pero grande para ellos, las calles de ladrillo que los vieron crecer sus primeros años los observó marcharse. El valle del Toa sería ahora su hogar. Correrían por sus calles, se educarían en sus escuelas, pasarían la noche de San Juan en sus playas.

La comida estaba lista y las tres se sirvieron regresando al lugar de su encuentro. Yo, tomé mi plato y pensé en volver a sentarme en la sala con tío, que ya estaba comiendo. Pero seguí directo al comedor, sentándome en medio de ellas. Reían, hablaban, comían y bebían. Yo las observaba como tratando de decir algo importante para ellas, pero realmente no decía nada. Era aquella niña con un carácter más calmado que se sentaba entre ellas para aprender. Que en los ojos y orgullo de aquellas tres mujeres esperaban algo grandioso de aquella niña que aún esperaba que le cantara el gallo. Aunque en realidad ningún gallo canto, pero se asomó la pubertad. El orgullo de la familia sentada frente a tres divinidades sabias en la materia de la vida y, en especial, del amor.

Sabían lo que era sufrir, ser angustiadas, engañadas, todo por el sexo opuesto. Por eso la niña allí sentada deseaba y rezaba por el verdadero amor. Sabía que algún día tocaría a su puerta. Que éste, tal vez, la haría llorar y enfurecer de coraje, pero con una sola sonrisa volvería a salir el sol. Ella era la cuarta generación y era justo que el amor no siguiera jugando con las mujeres de la familia. Madrina debe saber mucho de eso. Conoció a mi padrino en el trabajo, pero ella tan solo lo ignoraba. Padrino continuo insistiendo, la invitó a salir y madrina aceptó.

Ese fin de semana, un hombre alto se apareció en su casa buscándola. Su madre fue a buscarla al cuarto y le preguntó si esperaba a alguien. Madrina le contestó que no. Su madre le contó que afuera había un hombre alto, bien vestido, buscándola. Salió corriendo de su cuarto para ver si se trataba del mismo hombre de su trabajo. Se asomó por la ventana cuidadosamente y para su asombro era él. Cómo sabía dónde vivía ella, no lo podía imaginar. Se lo dijo a su madre y ella le aconsejó que le dijera al caballero que se fuera. Pero madrina le dijo que le dejara pasar y le informara que pronto iba a estar lista.

Madrina se unió a aquel hombre que no deseaba al principio, como a veces sucede. La vida le tenía algo destinado, algo que ella no se esperaba. A través de la dulce sonrisa de mi madrina puedes percibir el cálido amor que da a los demás. En sus ojos puedes ver la noche oscura que sus días arropa. Trayendo tristezas, dolor y desilusión. Dolor y lágrimas por sus hijos que han sido seducidos por la droga. Desilusión ante el hombre que ama. Al cual ella tanto le dio, y él le brindó traición.

Ella a pesar de todo ha sido mujer. De aquellas que dejan de pensar en ellas y se convierten en la esposa abnegada. La madre sacrificadora que trata de mover cielo y tierra para poder sacar a los suyos adelante. Esposa en su casa y solo mujer en los brazos de su amado cuando él la ama en su lecho.

La tarde se asomó y las tres mujeres habían cambiado de escenario. Tío se marchó a dormir y yo salí a jugar a la calle. Cuando volví, las vi sentadas a las tres con una taza de café en las manos observando la televisión como si estuviesen en un trance. Allí estaban las tres como un domingo normal en casa de abuela. Las tres mujeres reunidas hablando sobre el futuro de sus hijos.

Tomé un vaso con agua fría y las miré. Entre ellas estaba mi progenitora, una mujer de carácter fuerte y baja estatura. Lo que Dios no le dio de cuerpo se lo dio de carácter. Por eso es tan luchadora e impaciente con la vida. Me gusta verla tejer. Se adentra en lo que crea, tal y como si ella estuviese creando el futuro de sus dos hijos o el de ella en un manto.

Mis primeros trajes los tejió ella. Esas manos creadoras que me enseñaron, a mi hermano y a mí, a caminar. Las mismas que secaron mis lágrimas mi primer día de escuela en el colegio cuando curse el segundo grado. Las mismas que acariciaron mi piel fuertemente cuando dije algo que no era cierto o que hice mal. Las que sacrificadamente trabajaron para darnos de comer y que me enseñaron tantas cosas.

Esas manos, una vez de tantas, estuvieron junto a las de mi padre. Ellas lo amaron, lo acariciaron y lo desearon. Esas manos pequeñas y llenitas se entregaron a un hombre y fueron adornadas con una sortija de matrimonio. Pero esas manos sufrieron desolación y angustia. Se volvieron robustas y aprendieron a sobrevivir ante la dura vida que las acosaba.

Para mal de mami se le hizo cierto el dicho que dice “en cada puerto una flor”. Pues mi padre era marino mercante e hizo de los barcos su hogar. Mami, que se rindió ante el amor, esperaba paciente por el regreso de mi padre. Recuerdo que llegaba inesperadamente, entrada la noche y sin aviso. Por la mañana, al despertar mi hermano y yo, le veíamos. Nos alegraba tanto verlo.

Mi inocencia era tal que una noche, cuando mi casa se llenaba de ecos violentos, cuando la palabra divorcio retumbaba por las paredes de mi hogar. Le pedí al Señor que me diera un dolor de estómago o que ocurriera cualquier cosa para que ellos dejaran de pelear. Minutos mas tarde estábamos en la sala de emergencia por que yo me sentía mal. Pero solo calmó un poco las aguas para que luego ocurriera lo inevitable. Esas manos que un día firmaron amor, volvieron a firmar. Esta vez para la separación y para decir adiós.

Ahora que la miró no la culpo, nunca lo hice. No es una mujer fácil de llevar, pero sí fácil de amar. Tiene su carácter, su impaciencia. Pero sin papi, mami no sería la mujer de hoy. Yo no sería lo que soy. No me gusta su carácter., pero eso lo compensa su ternura y su forma de querernos. Mami no quiso nunca hablar conmigo sobre su historia de amor. La guarda en sus recuerdos bajo llave, encerrada para que nadie las mire ni vea lo que sufrió por amor. Rehizo su vida, así como papi rehizo la de él. Dos caminos unidos una vez, ahora separados para siempre. Mis procreadores viven a la distancia uno del otro. Amando, irónicamente, dos seres en común, a mi hermano y a mí.

Ahora es difícil verlas en el comedor, que una vez fue su sitio de encuentro. Cada cual con su vida ha hecho difícil esos encuentros. Pero aún hablan por teléfono muy seguido. Aún conversan del color de pelo, su recorte nuevo y de las muñecas de porcelana que compraron, aunque abuela no le gusta mucho ese tema. Pero hablan y aun me enseñan.

Con ellas continuaré mi vida. Para que ellas sean parte de la historia de la persona que en mi vientre crece ahora que somos una. Son uno nuestros sentimientos, son uno nuestras alegrías y tristezas. Somos uno en un solo cuerpo. Su historia y la mía, están ligadas. Cuando de mi cuerpo salga al mundo exterior y sea cortado el objeto de nuestra unión, mi hija comenzará su propia historia. Se convertirá en la cuarta mujer de mi vida.

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