Al sur de la isla

Ha pasado mucho tiempo desde que piso terreno sureño, ese en que el sol castiga con más furia y lo hace perfecto para la siembra de vegetales, frutas, y otros; que es bañado por el mar índigo del Caribe. Los viajes a esa área se basaban en días especiales organizados por el trabajo de la matriarca, una oficina gubernamental dedicada a la tierra y la agricultura. Una vez al año se viajaba a los terrenos de los agricultores a recoger las cosechas, era un día familiar para los empleados compartir. Días memorables de los cuales cargábamos con un tesoro terrenal, productos de las manos puertorriqueñas.

Cuando sales de la cordillera central, luego que has pasado el monumento al jíbaro, en el horizonte se divisa un pequeño trazo de azul aún rodeado de verde esmeralda. Luego se pierde para que tu mirada quede hipnotizada  con los valles que nacen de las faldas de las montañas. Es entonces que comienza un juego visual de colores familiares y que caracterizan a una isla tropical. Los deseos no se pueden contener y mientras el carro viaja a la velocidad máxima establecida por el departamento de carreteras, se capturan imágenes. Se sonríe y se vuelve a capturar otra imagen, y otra y otra. Si decides detenerte para poder realizar esta tarea, te tomaría una eternidad llegar a tu destino. Sí, es cautivador el paisaje, y aquellos que lo conocen lo llevan marcados en su memoria.

El albergue olímpico con su ondeante bandera de cinco anillos, sirve de punto de dirección. Pero más adelante te espera el largo trecho que te lleva finalmente a la costa, y a lugares inesperados que solo surgen cuando la espontaneidad te saca de la cama en un día como ese. Una parada en un McDonald para recargar las baterías del cuerpo, sí algo inusual cuando se debe comer algo típico, pero no había tiempo para buscar gastronomía boricua.

 

La decepción de visitar un museo que no se encontró, nos llevó a una bahía marcada por la historia y serena como el mar. En un balcón distante personajes de la tercera edad disfrutaban de su compañía y la vista familiar, como de la brisa que refrescaba el calor que nacía del candente sol. Subiendo una antigua carretera con vista al mar, mariposas blancas revoloteaban por todos lados creando una mágica alusión de un mundo detenido en el tiempo. En donde yacen caminos a playas escondidas, un faro en el que es palpable el pasado, y un hotel cinco estrellas.

 

Arriba en una montaña cerca del sol, yace un bosque seco lleno de vida y secretos escondidos en sus tramos. La visita es corta dejando las águilas atrás y la entrada de piedra que descansa en el camino angosto, pues el calor que le arropa es insoportable aunque es entrada la tarde. Con un corto viaje improvisado el camino embreado espera para el regreso al área metropolitana, solo se hace una parada más para comprar la ambrosía puertorriqueña, la quenepa ponceña. Se le dice adiós a los cactus que toman el lugar de los árboles en las rocas de los montes, a los flamboyanes que parecer intensificar su color más en el sur que en el norte como una oda a aquel que les baña diariamente, y a las fincas que se extienden hasta perderse en la distancia. Se bajan las ventanas del carro para gozar, en una forma de hasta luego, del viento frío de las montañas del centro de la isla y respirar aire puro. Antes de que se pierdan en la distancia, se apunta a las colinas que simulan bustos para que la descendencia les conozca y se quede con un detalle más de su isla natal en la memoria.



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