“Causalidad,” dijo el diácono en su charla el sábado. Las cosas que te rodean están allí por causalidad.
Miro mi escritorio donde descansan mis instrumentos de trabajo y creación. Justo a mi derecha hay una réplica del crucificado en su madero sobre unas escalinatas de tres escalones. A sus pies hay un pequeño papel confeccionado por las manos del segundo amor de mis entrañas y a lápiz las palabras “mamá te amo”. A la izquierda de este, un recordatorio de fe de santa Teresa de Jesús: “Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta“.
Entonces, las observo anhelante por conocer el por qué de su existencia allí en mi escritorio. Este, que según el diácono, estaba allí en ese lugar por lo que decidí ser. Soy escritora y, por tal, mi escritorio es el efecto de la causa.
El pequeño papel estigmatizado a lápiz con palabras de amor, es la causa de un amor filiomaternal que evoca en cada mirar una sonrisa, un intenso y puro sentimiento. Un recordatorio que estoy por él, por ella. Soy su causalidad y ellos la mía.
La memoria me habla de ese momento en que arranqué de la casa de mi madre ese crucifijo y le llevé a morar en la mía. No hubo pedidos de permiso, sino una acción sin remordimientos. Era mío desde el primer día que posé mis ojos en él. ¡Mío! Del hecho no hay duda, y yo le guardo con recelo en el lugar que más habito: mi escritorio. Le respondo a la voz del diácono en mi subconciente, “Porque creo, le amo”. Porque me caigo una y otra vez en un mar de incetidumbre en mi vida de escritora, de madre, de esposa, de hija, de amiga, de espiritualidad. Le necesito. Batallo diariamente mientras me levanto de la caída para que sólo Él baste y no me hunda en lo incierto.
Respiro al secar mis lágrimas. Estoy aquí, esas cosas están aquí, mi esposo y mis hijos están aquí, mis amistades están aquí, mis familiares están aquí, no por la rutina ni un desliz ni por casualidad de la vida, sino porque soy y somos el efecto de la causa de su amor.
Nos leemos pronto,
A.R. Román