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Un desayuno para la gente brava y buena

Dos tazas de café para despertar el alma, pero cuando la hambruna desierta en el estomago y lo primero que tus ojos ven es una plateada guagua con grandes letras rojas que dicen Lechonera… ¿Tengo que decir más? No, solo hay que observar la foto, que admito no fue tomada con mi súper cámara, sino con mi celular.

Al ver la lechonera mis labios murmuraron “¡Mmmm, cuerito!” Una voz sexy y varonil, por supuesto la de mi esposo, preguntó, “¿Quieres lechón?, sé de un lugar que lo hace bien bueno.” Emocionada y sonriente, le di una respuesta afirmativa. Entonces, dejamos para luego la compra en el supermercado, y nos fuimos de “road trip”.

“La aldea del flamboyán”, como se llama, tiene antesala la playa, y le cubre como cobertizo varios flamboyanes rojos, por ende su nombre. Dos áreas de comida cerca de la entrada, que es una jalda que lleva al rústico y humilde lugar lleno de vida y naturaleza, te da la bienvenida con su aroma único. Cuatro casas de madera se ubicaban al fondo como una típica ilustración del campo borinqueño, en donde gallos y patos corren libres.

Me quedé en el auto con los chicos observando a los animales domésticos y a la iguana –que están arrasando con las áreas costaneras, en especial las de Toa Baja por la presencia de manglares- que se deleitaba comiendo un mango. El sitio, como siempre, estaba lleno de gente. Digo como siempre, por que cada vez que paso por esa carretera que va camino a Dorado, le miro de reojo y cuestionándome que les trae ahí.

Cuando llegó la comida mi boca se hizo agua, y solo pensaba en la hartera que me iba a dar sin tener idea alguna de la exquisitez que tenía en mi presencia. Desde reyes no había probado una carne de cerdo tan suave y en su punto como esa acompañada por un crujiente cuero, que hace olvidar a cualquiera sus preocupaciones de colesterol.

Las morcillas, las que mi hijo de dos años devoró por vez primera y volvía por más, no estaban ni muy picantes ni saladas. Eran suaves al paladar. El arroz con gandules estaba delicioso y me transportó a las tardes navideñas en los campos de mi pueblo ancestral, Aibonito. No se me olvidan los tiernos guineítos… ¡Ah, qué más puedo añadir! Sin añadir que esto fue tan solo un delicioso desayuno a medio día, y que únicamente un Boricua se atreve a comer.

Alexandra Román 

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