La primera vez que vi su pálida belleza, tenía la edad de mi hija, doce. Fue en las navidades de 1989 en Boston, y, al igual que en ésta ocasión, visitaba familiares. La noche que nos dió la bienvenida a Connecticut, no era tan fría como aquella de veinticuatro años atrás. En ese recuerdo, su helado toque sobre la piel desnuda de mis juveniles manos cortaba como filo de navaja, y fue entonces, que el desagrado por el frío nació en mí.
Era un tiempo diferente, una ciudad diferente, al igual que esos que me acompañaban. Cuando la noche me tocó con su frialdad al salir del aeropuerto de Connecticut estas pasadas navidades, estaba preparada, pero no era mi estado el que me preocupaba sino el de mis hijos, que sonrieron exaltados y llenos de curiosidad, deleitados de ver rastros de lo que días atrás fue una blanca nieve. Yo, respiré profundamente, el aire frío llenó mis pulmones y el desagrado desvaneció. Con él marqué el principio de nuevas transformaciones en mi vida. Solo quedaba disfrutar de la primera experiencia invernal de mi descendencia y empaparme de recuerdos para una eternidad.