El Amante de Marta

El Amante de Marta

 

Él se enamoró de ella desde el primer día en que la vio, cautivado por sus ojos negros llenos de compasión y ternura. Marta era su nombre, una mujer de piel sedosa que gustaba de cambiar de color de pelo, aunque ella prefería teñirlo de rubio.

Marta se había percatado de la existencia de él, pero nunca se detenía a conversar. Le veía rondar de vez en cuando por los alrededores de su casa, caminando por el balcón, mirando a través de las ventanas de cristal. Marta nunca le mencionó nada a nadie, se guardaba a aquel hombre como un secreto. Hasta que una noche fría de enero le vio al final del largo y angosto pasillo de su casa. Estaba parado allí inmóvil esperando por ella, por una palabra de su boca. Si ella no quería hablarle, él prefería que rosara su piel al pasar a su lado como hacía a veces. Él se conformaba con ellos, pues eran la prueba de que Marta conocía de su existencia, que sentía su presencia.

Lo diferente de ese día a otro, fue que Marta se detuvo al otro lado del pasillo; le miraba fijamente, estudiando su mirada. Ella, al igual que él, estaba inmóvil y esperaba impaciente que él le hablara, pues deseaba escuchar su voz. Esa voz a la cual ella se había negado a escuchar par tantos años, pero él se mantenía quieto y callado ni tan siquiera su respirar se podía escuchar retumbar por el angosto y largo pasillo.

Fue entonces, que Marta no pudo más y desesperadamente dijo, “No tengo tiempo para ti hoy.”

“Nunca lo tienes,” contesto él. Su voz era rara, nunca había escuchado una voz tan dulce y serena como la de él.

Entonces Marta le contestó, “Aceptarte a ti seria aceptar mi propia ruina.”

“No, sino tu verdad, la que vives día a día en esta casa. Por la cual tantas veces has llorado en mi regazo.”

“Nunca he llorado en tu regazo,” contestó Marta indignada.

“Por favor, no te molestes,” le dijo el hombre con ternura. “Han sido tantos años de sufrimiento. No recuerdas las tardes que pasamos juntos en el balcón mirando a lo lejos sin decir palabra alguna, como de costumbre. Deseando por otra oportunidad, otro tiempo, otra vida, un final diferente para los que amas y no dejas ir de tu corazón.”

“Sabes que son sangre de mi sangre y los guardaré en mi corazón,” expresó Marta tocando su pecho.

Marta comenzó a caminar hacia el hombre sin dejar de mirarle a los ojos, los cuales eran distintos a los de una persona normal, pues al mirarlos era como si te transportaran a un mundo diferente. Su mirada era profunda y misteriosa. Todo él era un misterio cautivador, una atracción que iba más allá del placer: era una escapatoria. Fue entonces, que Marta cerró sus ojos y de ellos se escapó una lágrima y se detuvo en medio del pasillo a llorar.

EI hombre se acercó a Marta y secando sus lágrimas le dijo, “Me gusta cuando lloras, porque me das la oportunidad de consolarte. Me gusta cuando a mi te entregas y dejas que te acaricie la espalda. No me niegues tu corazón, sabes que ya me pertenece.”

Él sonrió, ella se marchó y se encerró en su cuarto. Se tiró en su cama y lloró hasta quedarse dormida. Al despertar notó que aún vestía la ropa del día anterior, y estaba sola en su cama. Tomó un baño y se dirigió a la cocina para tomar una taza de café. Se sentó a la mesa a disfrutar de su desayuno cuando su mirada se perdió en el paisaje que se podía disfrutar desde la gran ventana de su comedor. Percibió la presencia de alguien, al mirar a la sala vio al hombre parado frente a la puerta de cristal, quien le miraba con ternura desde el otro lado. Sintió deseos de gritarle que se marchara y la dejara en paz, pero antes de que pudiera hacerlo un carro subía por la cuesta de su casa. Se levantó rápidamente y se asomó por la ventana. Era Ramón, su marido, que llegaba a su casa.

Marta de un brinco se asomó a la sala para ver si el hombre aún permanecía en el balcón, pero había desaparecido. Se asomó a las escaleras para ver si permanecía allí, pero no encontró a nadie. Entró rápidamente a la casa y recogió los platos de la mesa para lavarlos. Ramón entró y escuchando ruido en la cocina se dirigió a ella. Saludo a Marta y la besó, ella le preguntó un poco nerviosa, “¿Deseas que te prepare el desayuno?”

“Sí,” contestó Ramón. “Voy a tomar una ducha y me voy a cambiar que voy a salir de nuevo. Te voy a dejar una camisa para que me la planches.”

Ramón se dio cuenta que había algo extraño en Marta. “¿Estás bien? Te noto un poco nerviosa.”

En un corto silencio Marta pensó en lo que iba a contestar, como si ella tuviera algo que ocultar. Continúo lavando los platos y finalmente dijo mas calmada, “Nada, estoy bien.”

Luego le miró y sonrió como si la pregunta nunca hubiese sido hecha. Ramón se retiró para ducharse y cambiarse. Marta preparo el desayuno, lo sirvió y fue a su cuarto a buscar la camisa que iba a planchar. Su esposo comenzó a hablarle del trabajo y la política. Marta contestaba asintiendo la cabeza o haciendo la pregunta común para continuar con la conversación. Al terminar Ramón de vestirse, desayunó y dándole un beso a su esposa se marchó dejándola sola, nuevamente.

Encima de la cama estaban tirados la camisa y el pantalón de Ramón. Marta cogió la camisa y se dio cuenta de un aroma particular. Perfume de mujer emanaba de la camisa azul de su marido, Marta se sentó en el borde de la cama y suspiró. Sabía de donde provenía el perfume, su esposo había pasado la noche con su otra mujer. Marta notó que rastros de la cabellera rubia de la otra quedaban en la camisa. Un cabello largo de color rubio, no era uno de sus cabellos porque, aunque era rubia, su cabellera era corta. Tomo el pantalón crema junto con la camisa y los puso en la cesta de la ropa sucia.

Ya no valía la pena gritar o molestarse, estaba acostumbrada y a veces ni le importaba. Aún lo amaba. No como al principio de su relación, pero lo amaba a su manera como Ramón le amaba a ella. Una vez pensó en divorciarse, pero todo quedo en nada. Palabras fuertes se escucharon por toda la blanca casa. Moretones quedaron marcados en su piel por la forma en que Ramón le sujeto los brazos. El tiempo se encargó en borrar los moretones en su piel y de enviar al olvido los pensamientos de divorcio.

Al salir de la recamara notó que al final del pasillo estaba nuevamente el hombre. Marta bajó su rostro y comenzó a caminar como si no le hubiera visto. El hombre dijo, “Ahora recurres por ignorarme. Sabes que eso ya no funciona entre los dos. ¿Por qué no me hablas como lo hiciste ayer?” Le preguntó a Marta tiernamente.

Marta se detuvo, le miró a los ojos y contestó fríamente, “No tengo nada que decir hoy.”

“¿Vas a mantenerte en silencio todo el día? Estarás sola hasta el anochecer, nadie vendrá a verte. Por lo menos no hoy y no es hasta mañana que irás a visitar a tus hermanos y a tu madre.”

“¡Calla!” Exclamó enojada. “Para eso vienes, a mortificar mi pobre existencia.”

“No,” contestó él, luego sonrió y dijo. “Para consolar tus penas y amarte más.”

El rostro de Marta cambió y sus labios se entreabrieron. No sabía que decir, estaba vulnerable a tal declaración. El hombre continúo, “No te preocupes por contestar. Mis palabras son fuertes para ti, pero de algo estoy seguro.”

Hubo un corto silencio entre ambos. Él se fue acercando lentamente a Marta, tomó su mano y comenzaron a caminar hacia el balcón. Marta temblorosa le miraba confundida sin saber que decir o pensar. Deseaba saber que quería él con ella. Finalmente, él dijo, “Estaba seguro que sabías que te amo. Lo se por tus miradas, por tus roces en el pasillo y por la forma en que te enojas y lloras cuando estas a mi lado. Lo haces para que te consuele. Deseas en lo más íntimo de tu alma atormentada, que te lleve lejos de este lugar.”

Frente a ella estaba un barranco, un abismo profundo, y junto a él descansaba la blanca casa de Marta. Aquella con la cual soñó toda su vida. El risco era profundo y terminaba al pie de un verdoso valle lleno de frondosos árboles. Flamboyanes de flores anaranjadas que pintaban pintorescamente el valle. Marta entonces preguntó, sin dejar de contemplar el profundo abismo, “¿A dónde me llevarías? ¿Que lugar en este mundo me puede hacer olvidar mi pena?”

“Mi hogar,” contestó el hombre lleno de orgullo.

“¿En tu hogar puedo olvidar la muerte de mis hijos? ¿La forma en que su sangre bañaba el negro pavimento? ¿Puedo yo olvidar en tu hogar la forma en que sus cuerpos yacían fríos sin yo poder recogerles y ponerles a descansar en sus camas?”

Mirándole continúo, “Mi angustia de no poder abrazarles por qué no me permitían tocarles. ¿Tú me harás olvidar mi pena? ¿Sacarás de mi corazón estas dos espadas que tengo clavadas? No.

“Mas me ofreces tu amor para que yo pueda olvidar. No hay amor en este mundo que me haga olvidar mi pena. Solo el de ver a mis hijos vivos, llenos de vida y con un final feliz. Ese es el amor que espero. El de mis hijos a mi lado.”

“Ya no puedes dar marcha atrás. No puedes borrar o rehacer lo que ya está hecho,” contestó él. “Más yo te ofrezco una vida sin penas llena de mi amor. Sin recuerdos, ni torturas al alma. ¿Por qué ahora que te ofrezco todo no lo deseas? Si me lo pediste tantas veces.”

“Nunca te pedí nada. No fue hasta ayer que te dirigí la palabra por vez primera,” contestó Marta.

“He estado contigo toda la vida.”

Marta estaba confundida con esas palabras, no entendía lo quería decir.

“De Ramón. El día en que lo conociste yo estaba frente a ti admirando la belleza de tus negros ojos,” al decir esto rozó el rostro de Marta. Una lágrima bajó por la mejilla de ella.

“¡Eran tus ojos los que yo miraba!” contestó Marta desconcertada. Comenzaba a comprender tantas cosas en su vida. Aquel día ella se sentía sola con una angustia en su corazón. Marta no había comprendido el porqué de ese sentimiento que la consumió por tanto días, hasta que conoció a Ramón. Cuando le conoció sus sentimientos de soledad cambiaron, y pensó que Ramón era la persona que la acompañaría el resto de su vida. El tiempo le enseñó lo equivocada que estaba. Cuando sus hijos nacieron perdió todo sentimiento de soledad, estaba completa. Hasta que les perdió y esos sentimientos resurgieron y fue cuando se dio cuenta de la presencia de ese hombre en su vida.

“Por eso te ame desde ese día, pero tus sentimientos se vieron confundidos y amaste a Ramón y no a mi. Más me veías pasar a tu lado, perderme en tu mirada y me ignorabas. Sabía que tu vida con Ramón no sería un cuento de hadas. Su familia te escondió tantas cosas que al final las aceptaste, y te conformaste con tu destino. Es contigo y para ti que vivo. Es en tu soledad que existo y en ella me apasiono por ti.”

Marta le miro estupefacta, comenzaba a comprender por vez primera su destino, su vida. Un abismo profundo en su ser inundaba su alma, y una angustia que no podía contener explotaba dentro de ella.

“Quédate conmigo por el resto de tus días. Seré tu consuelo, nos perderemos en el paisaje que siempre admiramos juntos desde este balcón,” le propuso el hombre mientras tomaba sus manos entre las suyas.

Marta imaginó su vida sentada junto a él en el balcón de su blanca casa. Ella recostando su cabeza en su hombro, viendo pasar los años y con ellos cómo cambia su cabello y su cutis. Deleitándose en el silencio del campo y la brisa matutina sin que ninguna tuviera un significado para ella. Unos ojos negros perdidos en el olvido. Sin decir palabra. sin vida. Comprendió su destino y sonrió. Se acercó a él y acarició su rostro, le beso tiernamente y le abrazo con amor.

“Iba a preguntarte tu nombre, pero ya no tiene sentido. Te dan tantos. Eres el amante perfecto para una mujer en soledad. Me amas porque conseguiste en mí una compañera. Somos tal para cual, tú y yo. Un par de solitarios buscando compañía en un mundo sin compasión, en especial, de los seres que uno le ha entregado tanto amor. Te agradezco tanto amor hacia mí, pero no puedo quedarme contigo.”

El hombre anonadado esperaba otra contestación, pero antes de que pudiera decir palabra alguna Marta le interrumpió, y dijo, “No digas nada, será más difícil para ti que para mi decir adiós, pero te voy a pedir algo.”

“Lo que sea,” le contesto él acercándose a ella.

“Un beso.”

Él sonrió tiernamente, sus rostros se acercaron y la beso apasionadamente.

Marta le miró tiernamente y se perdió en sus ojos. Él no dejaba de mirar los suyos, que estaban llenos de lágrimas. A un gesto de Marta, él la ayudó a sentarse en la baranda del balcón y le beso la mano.

“¿Estás segura que esto es lo que deseas hacer?” le preguntó a Marta.

“Si,” contestó ella con una sonrisa. “Es mejor, que vivir muerta.”

El hombre gritando fuertemente cerró sus ojos, y lo único que vio fue oscuridad al llenarse nuevamente su existencia de soledad. Marta encontró su paz en el verdoso valle al final del profundo abismo, entre los brazos de los pintorescos flamboyanes anaranjados.

Historias

Related Post